Historia

Los orígenes del Monasterio se remontan, a la época de los reyes visigodos. El noble Teodomiro, en el reinado de Witiza (702-710) “decidió cambiar su vida y se retiró a este valle para hacer vida eremítica, abrazando la vida religiosa, en compañía de varios nobles “.

Este primer núcleo de eremitas pudo haber sido el origen de la comunidad benedictina, que poblaba el valle de las iglesias, constituida por doce eremitorios regidos por un Abad, en el momento de la fundación del Monasterio.

En el año 1085 Alfonso VI, Rey de León, conquista la ciudad de Toledo y el frente de batalla de la Reconquista pasa más allá de la cuenca del Tajo, quedando las tierras reconquistadas, entre ellas el valle de las iglesias, con la necesidad de ser repobladas.

 

Un paseo por la arquitectura monacal, del único monasterio cisterciense de la región.

En el año 1150, con intención de repoblar los territorios reconquistados, Alfonso VII el Emperador, vino al agreste valle del Alberche, teniendo noticia de la existencia de una comunidad benedictina constituida por estos doce eremitorios. El 30 de noviembre de ese mismo año, el rey otorga a los monjes eremitas un privilegio real, por el que se fundaba el Monasterio de Valdeiglesias.

Para ello, deberían agruparse los doce eremitorios en uno solo, el de la Santa Cruz, constituyendo una única comunidad, sometida a la regla benedictina y regidos por un Abad, el Abad Guillermo.

En 1177 el Monasterio fue incorporado a la Orden del Cister bajo los auspicios del Rey Alfonso VIII, el de las Navas, Rey de León. En la  disciplina de esta Orden permanecería el Monasterio  hasta el final de su vida activa.

 

Durante los siete siglos de vida activa de que gozó este Monasterio hubo momentos de gloria y ruina. La incorporación a la Observancia de Castilla (1485), apoyada por los Reyes Católicos, trajo gran autonomía y solvencia económica al monasterio, pero sus dos grandes incendios  (1258 y 1768) y la venta de sus señoríos de San Martín, , 1434 y Pelayos 1552, sumieron al monasterio en una gran pobreza, que arrastraron hasta su desaparición definitiva, por la Ley de Desamortización de Mendizábal, en 1835, que desalojó a los monjes de su Monasterio y se incautaron sus propiedades.

"Se venden ruinas del Monasterio"

Fueron 138 años los que pasaron desde que los monjes tuvieron que dejar el Monasterio, hasta que, en 1974, el arquitecto madrileño D. Mariano García Benito, lee un anuncio en el periódico donde pone: “se venden ruinas de Monasterio”; en ese momento, se inicia la senda de la recuperación del monumento. 

La entrega y el afán, devolvieron la dignidad y la relevancia del monasterio ostentaba siglos atrás. El primer paso para comenzar la recuperación fue su declaración como Bien de Interés Cultural, B.I.C., en 1983 categoría jurídica que lo protegía y elevaba a la posición que merecía, siendo uno de los tres monasterios más importantes de la Comunidad de Madrid. 

Posteriormente este arquitecto madrileño, comenzó con la complicada tarea de desescombro y catalogación de aquellas partes del edificio que no habían resistido el paso del tiempo, descubriendo la construcción que se escondía entre la vegetación y las montañas de derribo. 

Ya en el año 2004 y con la idea de continuar con su labor, D. Mariano donó el monasterio al Ayuntamiento de Pelayos de la Presa, siendo alcalde D. Herminio Cercas Hernández.
De este modo pasó a tener titularidad pública, creándose la Fundación Monasterio Santa María la Real de Valdeiglesias cuya finalidad es continuar con la labor de protección, conservación y restauración del Monasterio. 

La colaboración del Ayuntamiento y la Fundación con la Dirección General de Patrimonio de la Comunidad de Madrid, han permitido realizar importantes actuaciones de consolidación, realizadas en los últimos años. Más de 10 intervenciones que nos permiten, hoy en día, imaginar el gran esplendor e importancia que este Monasterio tuvo y el significado que tiene en lo que hoy es este territorio. Se trata de un testigo histórico, de una joya de valor incalculable que debe preservarse para su transmisión al futuro. 

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